"Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15, 5).
Jesús no hubiera podido decir estas palabras si la vid no tuviera en sí misma la capacidad de significar a Cristo. Hoy en día, cuando las empresas tienen gran interés en que sus productos puedan pertenecer a una determinada "denominación de origen", sobre todo cuando ésta tiene solera y prestigio, conviene examinar brevemente qué significado tiene la vid en el orden de la Creación y de la Primera Alianza.
La vid tiene una buena denominación de origen: el Paraíso. Mejor imposible. Y eso hay que entenderlo en un sentido pleno, es decir, referido tanto al paraíso terrenal como al celestial.
En efecto, hay una tradición (no ciertamente universal, pero si de varios milenios de antigüedad) que identifica en una vid el Árbol de la Vida que Dios plantó en medio del Edén. En este árbol se cifraba un deseo especialmente sentido por los hombres antiguos, el de lograr la inmortalidad. Así se representaba en muchas de las culturas antiguas. El Árbol de la Vida se llamaría así porque quien tomara de su fruto ya no perecería jamás. ¡Que bien compaginan esos deseos humanos con la correspondiente voluntad divina de saciarlos por completo! En la Primera Alianza estaba anunciado Cristo, como Deseado de las Gentes, aquél que es el Camino, la Verdad y la Vida. "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5-6).
Después de la caída de nuestros primeros padres la vid siguió siendo considerada como un don divino que no habría quedado afectado por el cataclismo cósmico. Así Noé quiso plantar una vid como primer acto significativo del deseo de volver a recomenzar, una vez se retiraron las aguas del diluvio: era un modo de fundamentar la vida según los designios de Dios. Desde entonces, la vid sería el signo mesiánico por excelencia: "Vienen días, oráculo del Señor, en los cuales el que ara pisará los talones al segador, y el que vendimia al sembrador. Los montes harán correr el mosto y destilarán todos los collados" (Am 9, 13). La Fiesta de los Tabernáculos, inicialmente dedicada a la vendimia, recordaría la alegría de la llegada a la Tierra prometida y, al mismo tiempo, profetizaría la Ciudad Celestial: "al final de los tiempos... cada uno se sentará bajo su parra y su higuera, sin que nadie lo inquiete" (Miq 4, 4).
Este significado escatológico de la vid explica muy bien el sentido de las palabras pronunciadas por Jesús en la última Cena: "Os aseguro que desde ahora no beberé de ese fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba con vosotros de nuevo, en el Reino de mî Padre" (Mt 26, 29).
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