jueves, 7 de octubre de 2010

Dos copas, un sólo cáliz

"Cómo quisiera ser la flor que te doy y no quien te la da", dijo una vez el poeta. Con estas palabras se expresa el límite del amor humano. Los amantes quieren identificarse entre sí. Les gustaría fundirse en la unidad del abrazo. Sin embargo, nunca dejan de ser dos. Incluso en el acto conyugal, máxima expresión de la entrega personal y símbolo vital de la comunión de las personas Divinas, los cónyuges siguen siendo dos y no una sola cosa como esa breve experiencia y la fe les enseña: "Por eso el hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne" (Gn 2, 24).

El amor humano es limitado. Todos los esposos, en muchas culturas y épocas distintas, brindan elevando al cielo sus copas rebosantes de vino generoso para que todos sean testigos del amor que se prometen. El vino es el símbolo de su amor eterno y de la alianza que han sellado con las palabras del consentimiento y con la unión de sus cuerpos. "Ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19, 6), confirmó el mismo Jesús, hablando de la unión conyugal de todos cuantos siguen el ejemplo de Adán y Eva y reciben la misma bendición divina.

Ese efecto de la unión, sin embargo, es más divino que humano. Humano, porque se trata del deseo más hondo y sincero de los amantes. Divino, porque sólo Dios puede hacer realidad ese deseo, que de otro modo sería pura veleidad. El amor es una locura divina. La pone Dios en el corazón del hombre y de la mujer, como un anhelo de felicidad eterna, de fuente inagotable. El amor da sentido a nuestras vidas y la embriaguez del brindis nupcial da testimonio de que lo hemos encontrado.

Sin embargo, los que brindan siguen teniendo la copa en sus manos después de brindar; los amantes, si no se separan antes, amanecen también el uno junto al otro experimentando el abismo que se tiende entre ellos a pesar de la cercanía física.

¿Qué significa esto? ¿Que el amor es falso? ¿Que no une y transforma a los amantes?

Nada de eso. El amor es la mayor fuerza unitiva y transformadora que existe. Pero no hay que confundir el amor con el eros. Entre el amor y el eros corre la misma relación que entre el todo y la parte. El eros es la dimensión afectiva del amor, su expresión más característica y por eso es tan fácil confundirla. Muchas historias de amor, muchas películas románticas se detienen a narrar o describir únicamente esta fase del enamoramiento. Allí está el brindis como aparente culminación del amor. Ambos amantes unen sus vidas para siempre y el vino que beben y las copas con las que brindan lo testimonia ante la sociedad.

El brindis es más bien el símbolo del compromiso, de la mutua entrega iniciada en la alianza conyugal. El amor es lo que hará posible que esa entrega se consuma en la entera existencia de los esposos y se proyecte hacia la vida eterna. Esta misión no podrá ser llevada a cabo únicamente con los afectos y sentimientos, con las ardientes llamas del eros. Le corresponde a la voluntad de los amantes mantener encendido el amor y será necesario saber que las llamas deberán convertirse en brasas que dan calor permanente.

Si antes del brindis nupcial los esposos podrían decirse "te amo porque te quiero", ahora en cambio deberían afirmar lo contrario: "Te quiero porque te amo". Ya no es el sentimiento lo que está en primer término. A partir de ahora me comprometo a quererte. Y te querré aunque no lo sienta. Puedo comprometerme a amarte así, para siempre. En cambio, no puedo garantizar que siempre te querré con amor de sentimiento.

El amor, como la vida de la persona, tiene su curso natural. Algunos querrían que el amor se detuviera en sus primeras fases, de la misma manera que algunos no se resisten a abandonar la adolescencia y primera juventud. El amor tiene que madurar.

¿Y es posible realizar este compromiso y llevarlo a la práctica durante toda la vida? Es muy posible que el amor de los que son víctimas de la confusión antes apuntada perezca en el camino. Quizá ni siquiera lleguen a realizar el brindis nupcial, porque ya esto supone una cierta comprensión de que el amor es compromiso. Pero no es un compromiso hecho de egoísmos compartidos, sino fundado en la entrega de la persona. Por eso también muchos que comienzan la vida esponsal con ilusión experimentan sin embargo la decepción y el fracaso.

Dos copas y un cáliz. Los esposos cristianos celebran su boda de una manera característica. El consentimiento es manifestado dentro de la celebración eucarística, en la que reciben la bendición nupcial y beben del cáliz que el sacerdote les ofrece. En ese momento, los esposos están estrechando la nueva Alianza que Jesucristo estableció en Jerusalén con su muerte en la Cruz y que anticipó sacramentalmente el Jueves Santo. Allí, al acabar la cena, tomó el cáliz, lo bendijo y lo dio a beber a los discípulos diciéndoles: "tomad y bebed todos de él, porque éste el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía".

Jesús no brindó con sus discípulos. No les dijo que levantaran las copas para luego abrirles el corazón mostrando sus deseos más íntimos. No. Jesús bendijo su cáliz y dio a beber del mismo a todos los comensales. De esta manera, dejaba claro que se trata de un pacto perfecto y definitivo, porque quien lo realiza es el mismo Hijo de Dios. Queda comprometida la fidelidad de Dios con la Humanidad. Por otra parte, es el Hijo del hombre quien lo realiza. Por eso, al darnos a beber del cáliz por el consagrado nos convertimos en hermanos consanguíneos de Cristo y experimentamos las bendiciones de la Alianza eterna.

Beber del mismo cáliz de Cristo no quita importancia al brindis de los esposos. Sólo entregándose el uno al otro en alianza irrevocable podrán participar en cuanto cónyuges -es decir, unidos en el sacramento- de las bendiciones de la Nueva Alianza. Adviértase que la unión de Cristo y la Iglesia, es decir, el cáliz que juntos bebemos con Cristo, está significada por la unión de los esposos en el brindis de sus copas. Por lo tanto, el cáliz de Cristo no quita importancia a las copas de los esposos, sino que le otorga a su brindis la plenitud de significado.

¿Es posible vivir las exigencias de la entrega durante toda la vida? Sí, es posible, pero también es extraordinariamente difícil si no existe una firme voluntad en los esposos y una ayuda constante por parte de la sociedad en la que viven. Por esta razón, a los esposos cristianos hay que recordarles que acudan con frecuencia a la fuente de la gracia, en la que podrán saciar su sed de amor y encontrarán la ayuda necesaria para renovar diariamente su entrega.

Los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía proporcionarán a los esposos cristianos toda la ayuda necesaria para recorrer juntos el camino iniciado con el brindis nupcial. La entrega de Cristo actuará en ellos, facilitando la fidelidad a la alianza conyugal.

Cuando el sacerdote levanta el cáliz ante los esposos y les dice "La sangre de Cristo", éstos lo reciben y exclaman "Amén", antes de beber de él. Conviene preparar a los esposos para que ese "Amén" tenga toda la fuerza de un juramento eterno en el que ambos unen su amor mutuo en el Amor infinito de Cristo por su Iglesia.

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