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viernes, 8 de octubre de 2010

Denominación de origen: Paraíso



"Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15, 5).

Jesús no hubiera podido decir estas palabras si la vid no tuviera en sí misma la capacidad de significar a Cristo. Hoy en día, cuando las empresas tienen gran interés en que sus productos puedan pertenecer a una determinada "denominación de origen", sobre todo cuando ésta tiene solera y prestigio, conviene examinar brevemente qué significado tiene la vid en el orden de la Creación y de la Primera Alianza.

La vid tiene una buena denominación de origen: el Paraíso. Mejor imposible. Y eso hay que entenderlo en un sentido pleno, es decir, referido tanto al paraíso terrenal como al celestial.

En efecto, hay una tradición (no ciertamente universal, pero si de varios milenios de antigüedad) que identifica en una vid el Árbol de la Vida que Dios plantó en medio del Edén. En este árbol se cifraba un deseo especialmente sentido por los hombres antiguos, el de lograr la inmortalidad. Así se representaba en muchas de las culturas antiguas. El Árbol de la Vida se llamaría así porque quien tomara de su fruto ya no perecería jamás. ¡Que bien compaginan esos deseos humanos con la correspondiente voluntad divina de saciarlos por completo! En la Primera Alianza estaba anunciado Cristo, como Deseado de las Gentes, aquél que es el Camino, la Verdad y la Vida. "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5-6).

Después de la caída de nuestros primeros padres la vid siguió siendo considerada como un don divino que no habría quedado afectado por el cataclismo cósmico. Así Noé quiso plantar una vid como primer acto significativo del deseo de volver a recomenzar, una vez se retiraron las aguas del diluvio: era un modo de fundamentar la vida según los designios de Dios. Desde entonces, la vid sería el signo mesiánico por excelencia: "Vienen días, oráculo del Señor, en los cuales el que ara pisará los talones al segador, y el que vendimia al sembrador. Los montes harán correr el mosto y destilarán todos los collados" (Am 9, 13). La Fiesta de los Tabernáculos, inicialmente dedicada a la vendimia, recordaría la alegría de la llegada a la Tierra prometida y, al mismo tiempo, profetizaría la Ciudad Celestial: "al final de los tiempos... cada uno se sentará bajo su parra y su higuera, sin que nadie lo inquiete" (Miq 4, 4).

Este significado escatológico de la vid explica muy bien el sentido de las palabras pronunciadas por Jesús en la última Cena: "Os aseguro que desde ahora no beberé de ese fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba con vosotros de nuevo, en el Reino de mî Padre" (Mt 26, 29).

miércoles, 6 de octubre de 2010

La Primera Alianza y el sacrificio de la Cruz

El sacrificio de la Cruz no habría tenido sentido si el hombre no hubiera pecado. Pero eso no significa que la Cruz no estuviera contenida en la primera Alianza, como posibilidad implícita en la entrega de Dios. Esta entrega adquiere un mayor realismo y queda reforzada por el hecho de que Dios pudo prever la caída de nuestros primeros padres y aún así quiso estrechar ese pacto esponsal y familiar con la humanidad.

Cuando un hombre y una mujer unen sus vidas en matrimonio, lo que están haciendo es entregarse. No intercambian unos derechos entre sí ni se unen sólo durante el tiempo que les dure el amor. No hay un intercambio. Hay entrega de la persona. No saben (por lo general) qué es lo que va a suceder a partir de aquel momento, pero sí deben saber que las palabras pronunciadas suponen la aceptación de la persona del otro "en la salud y en la enfermedad, en la buena y en la mala suerte”.

Quizá no sabe el esposo que su mujer está ya incubando una enfermedad degenerativa que le irá arrebatando la vida poco a poco. Y el consentimiento matrimonial incluía sus cuidados, pacientes, incluso heroicos.

Así ocurrió con la Primera Alianza en la que el destino de la humanidad quedó ligado con el de su Creador. Todas las demás Alianzas que Dios fue estableciendo pacientemente con nosotros estaban en cierto modo contenidas implícitamente en la Primera de ellas. La Encarnación no era sólo un proyecto unilateral, sino un verdadero compromiso de Dios, que es Fiel. Los dones de Dios son irrevocables, enseña san Pablo.

¿Qué nos había dado Dios? Se había entregado a sí mismo. Es ésta la gran maravilla a la que los hombres no nos acostumbramos nunca y que incluso es abiertamente rechazada por muchos. La entrega de Dios, después de la caída de nuestros primeros padres, resulta todavía más increíble. Jesucristo es quien nos ha facilitado poder creer en el amor de Dios y en su entrega. La muerte de cruz no estaba prevista en la primera Alianza. ¿Cómo iba a serlo? Sin embargo, sí que puede decirse que estaba contenida en ella. Como le sucede al esposo que acompaña a su esposa en el lecho de enfermedad y esos cuidados le acarrean su propia muerte. Entregar la vida es precisamente incluir la propia muerte en la donación de sí mismo. Una entrega que no incluye la propia muerte (como posibilidad) no merece tal nombre. “No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, enseñó Jesús a sus discípulos.

Hemos tardado muchos siglos en descubrir que la muerte de Jesucristo en la Cruz nos está revelando algo que ya está contenido desde antes de la creación del mundo: su entrega como Esposo. Allí se ve hasta qué punto Dios nos ama. Ciertamente, no se hubiera producido la muerte del Hijo de Dios si no hubiese habido la caída de los primeros padres en aquel mundo paradisíaco que, destruyéndolo, precedió al nuestro. Pero en la entrega del Verbo estaba implícitamente contenida esa posibilidad. Entre otras cosas, la muerte es fruto del pecado y no creación de Dios. En la Primera Alianza no estaba contemplada la muerte de nadie, ni tampoco el pecado y el dolor. En consecuencia, probablemente sobraban los sacrificios.

Indicios de la Primera Alianza: la liturgia cósmica

El big bang es la teoría física acerca del inicio del universo que ha alcanzado mayor popularidad. Uno de los descubrimientos que parece corroborar esa teoría es el efectuado en 1965 por A. Penzias y R.Wilson consistente en haber detectado la existencia de una radiación cósmica de fondo, extendida por todo el Universo y cuyo origen se encontraría en dicha explosión primordial.

Esta teoría no es contraria a la fe cristiana. Sencillamente se mueve en el plano de la ciencia. Otra cosa es que para un profano en estas materias científicas, como es mi caso, la formulación de la teoría del Big Bang o del descubrimiento de la radiación cósmica de fondo constituyan auténticos misterios que acepto con un acto de fe humana. Ciertamente no se trata de misterios en sentido objetivo: misterio y ciencia experimental son conceptos que se excluyen. Hablo aquí en sentido impropio y subjetivo: por mucho que intenten explicarme este fenómeno ―y hay quien lo ha intentado varias veces― el tema de las radiaciones cósmicas me supera. No puedo llegar a entenderlo.

Supongo que un científico que ha dedicado años a la investigación relativa a la constitución del Universo podrá sentirse en una situación parecida a la mía, cuando yo trate de explicarle en qué consiste la liturgia cósmica. Es posible que se muestre interesado, si es cristiano o sencillamente tiene una mente abierta a las realidades no mensurables mediante instrumentos empíricos.

Tengo para mí que hay una cierta semejanza entre las radiaciones cósmicas de fondo y lo que Benedicto XVI, entre otros, denomina las liturgias cósmicas. La Teología nos enseña que en el centro de la realidad existe un acto creador de Dios ex nihilo (es decir, de la nada). El cosmos no es un universo que ha venido a la existencia por casualidad o producido por una divinidad juguetona o caprichosa. Todo ha sido creado por Dios para el hombre, que ocupa el centro del universo.

Y ese hombre que ocupa el centro del universo ―no entendido en sentido local, sino ontológico― cuando cobra conciencia de ello gracias a la fe religiosa, sabe descubrir en el cosmos algo así como una radiación de fondo que consiste en esa referencia de la criatura hacia el creador, es decir, siente de alguna manera el amor del Creador. Quizá no está tematizado racionalmente, como ocurre con el teólogo cristiano. Pero el hombre religioso advierte en la naturaleza signos o símbolos que le hablan del Creador y a través de ellos le rinde culto. No importa cuál sea el credo religioso que profese.


Más allá del inicio fáctico del universo material existe una Primera Alianza de Dios con los hombres, como hemos venido explicando en esta sección. Una Alianza que es el origen de todo lo creado. El mundo es el jardín en el que el Esposo ha querido vivir con su Esposa, la Humanidad. El hombre ha sido querido por sí mismo. Las cosas todas han sido creadas con un fin, para el servicio del hombre. El hombre da gloria a Dios trabajando el universo y convirtiéndolo en un cosmos habitable, es decir, humanizándolo, haciéndolo su casa.


¿Acaso no se pintó el Edén como un jardín en el que el Creador solía pasear junto con el hombre? (Cf Gn 3, 8). Cuando el hombre siente el mundo como un jardín no lo domina despóticamente, actuando de manera semejante a los niños caprichosos que rompen los juguetes. En su relación con la naturaleza el hombre religioso descubre un regalo, algo valioso que hay que cultivar y mejorar. Culto y cultivo son palabras que proceden de la misma raíz.


Pues bien, toda Alianza tiene su liturgia. El Antiguo Testamento contiene infinidad de leyes o preceptos cultuales, multitud de sacrificios con que los creyentes ofrecían a Dios el culto que le debían, por ser el Dios de la Alianza que había establecido con los Patriarcas. La Iglesia vive de la Eucaristía, que el principal signo de la Nueva y definitiva Alianza, memorial de la muerte de nuestro Salvador Jesucristo.


Si hablamos de una primera Alianza, establecida antes de la constitución del mundo, es lógico que debamos encontrar un culto, una liturgia, algo que testimonie la verdad de la afirmación. De manera parecida a como la constatación de las radiaciones cósmicas de fondo han supuesto un espaldarazo a la teoría del big bang, la primera Alianza está postulando la presencia de una liturgia cósmica de fondo, un culto del hombre que percibe en la naturaleza la mano amorosa de un Dios creador.

jueves, 30 de septiembre de 2010

La primera Alianza: una alianza frustrada pero real

Si existe una Primera Alianza, distinta de la que Dios estableció con el Pueblo de Israel -Antigua Alianza- y de la que culminó con la Pascua cristiana -Nueva y Definitiva Alianza- ¿por qué nunca se oye hablar de ella?

La razón es sencilla. En sentido estricto, el pecado de Adán y Eva supuso una negación a la mano tendida por Dios en signo de Alianza. Quedó frustrada, pero en este enlace podrás comprender por qué razón se puede seguir hablando de ella como de algo real y con importantes consecuencias teológicas:

las bodas, signo de una alianza frustrada pero real.