miércoles, 27 de octubre de 2010

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sábado, 9 de octubre de 2010

Yo soy la vid verdadera

¿Qué significan estas palabras de Jesús?

¿Acaso las otras las vides, las que conocemos, no son verdaderas vides; es decir, son falsas?

¡Claro que no! Lo que está indicando Jesús al decir "Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador" (Jn 15, 1) no es que las vides no son vides, sino que en Él se encuentra el significado simbólico que tiene la vid. Dicho de otra manera, lo que significa la vid es tan grande que ninguna vid del mundo ni todas juntas lo pueden realizar. Y por eso son "falsas", porque significan algo que está fuera de ellas. Jesús es la Persona que ha venido a cumplir lo significado en la vid. Por eso puede decir que es la vid verdadera.

¿Y qué significado tiene la vid?

Para eso debemos conocer una tradición oriental antiquísima en la que se sitúa Jesús. El árbol de la vida plantado en medio del Paraíso era precisamente una vid. ¿Por qué se llamaba el árbol de la vida? Porque quien comía de su fruto recibía la inmortalidad.

También en esto Jesús es la vid verdadera, porque no se limita a dar la inmortalidad sino que otorga la vida eterna a quienes comen de su fruto.

¿Y no es presuntuoso Jesús al presentarse de esta manera y al afirmar tan rotundamente: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada"? Ciertamente, si Jesús fuese un simple hombre, sus palabras serían necesariamente falsas y engañosas, como las que salen de la boca de todos los ideólogos "salvadores" que en el mundo ha habido. Sin embargo, sus palabras son verdaderas porque Él es el Hijo de Dios que se ha hecho "carne" para que en ella nos salvemos todos. Por el Bautismo nos incorporamos a Cristo y por la fe permanecemos en Él. Por eso puede decir sin presunción alguna que sin Él no podemos hacer nada. La Vida Eterna es un don que nos ofrece Dios Padre, el labrador, por medio de su Hijo, que es el verdadero árbol de la vida.

viernes, 8 de octubre de 2010

Denominación de origen: Paraíso



"Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15, 5).

Jesús no hubiera podido decir estas palabras si la vid no tuviera en sí misma la capacidad de significar a Cristo. Hoy en día, cuando las empresas tienen gran interés en que sus productos puedan pertenecer a una determinada "denominación de origen", sobre todo cuando ésta tiene solera y prestigio, conviene examinar brevemente qué significado tiene la vid en el orden de la Creación y de la Primera Alianza.

La vid tiene una buena denominación de origen: el Paraíso. Mejor imposible. Y eso hay que entenderlo en un sentido pleno, es decir, referido tanto al paraíso terrenal como al celestial.

En efecto, hay una tradición (no ciertamente universal, pero si de varios milenios de antigüedad) que identifica en una vid el Árbol de la Vida que Dios plantó en medio del Edén. En este árbol se cifraba un deseo especialmente sentido por los hombres antiguos, el de lograr la inmortalidad. Así se representaba en muchas de las culturas antiguas. El Árbol de la Vida se llamaría así porque quien tomara de su fruto ya no perecería jamás. ¡Que bien compaginan esos deseos humanos con la correspondiente voluntad divina de saciarlos por completo! En la Primera Alianza estaba anunciado Cristo, como Deseado de las Gentes, aquél que es el Camino, la Verdad y la Vida. "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5-6).

Después de la caída de nuestros primeros padres la vid siguió siendo considerada como un don divino que no habría quedado afectado por el cataclismo cósmico. Así Noé quiso plantar una vid como primer acto significativo del deseo de volver a recomenzar, una vez se retiraron las aguas del diluvio: era un modo de fundamentar la vida según los designios de Dios. Desde entonces, la vid sería el signo mesiánico por excelencia: "Vienen días, oráculo del Señor, en los cuales el que ara pisará los talones al segador, y el que vendimia al sembrador. Los montes harán correr el mosto y destilarán todos los collados" (Am 9, 13). La Fiesta de los Tabernáculos, inicialmente dedicada a la vendimia, recordaría la alegría de la llegada a la Tierra prometida y, al mismo tiempo, profetizaría la Ciudad Celestial: "al final de los tiempos... cada uno se sentará bajo su parra y su higuera, sin que nadie lo inquiete" (Miq 4, 4).

Este significado escatológico de la vid explica muy bien el sentido de las palabras pronunciadas por Jesús en la última Cena: "Os aseguro que desde ahora no beberé de ese fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba con vosotros de nuevo, en el Reino de mî Padre" (Mt 26, 29).

jueves, 7 de octubre de 2010

Dos copas, un sólo cáliz

"Cómo quisiera ser la flor que te doy y no quien te la da", dijo una vez el poeta. Con estas palabras se expresa el límite del amor humano. Los amantes quieren identificarse entre sí. Les gustaría fundirse en la unidad del abrazo. Sin embargo, nunca dejan de ser dos. Incluso en el acto conyugal, máxima expresión de la entrega personal y símbolo vital de la comunión de las personas Divinas, los cónyuges siguen siendo dos y no una sola cosa como esa breve experiencia y la fe les enseña: "Por eso el hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne" (Gn 2, 24).

El amor humano es limitado. Todos los esposos, en muchas culturas y épocas distintas, brindan elevando al cielo sus copas rebosantes de vino generoso para que todos sean testigos del amor que se prometen. El vino es el símbolo de su amor eterno y de la alianza que han sellado con las palabras del consentimiento y con la unión de sus cuerpos. "Ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19, 6), confirmó el mismo Jesús, hablando de la unión conyugal de todos cuantos siguen el ejemplo de Adán y Eva y reciben la misma bendición divina.

Ese efecto de la unión, sin embargo, es más divino que humano. Humano, porque se trata del deseo más hondo y sincero de los amantes. Divino, porque sólo Dios puede hacer realidad ese deseo, que de otro modo sería pura veleidad. El amor es una locura divina. La pone Dios en el corazón del hombre y de la mujer, como un anhelo de felicidad eterna, de fuente inagotable. El amor da sentido a nuestras vidas y la embriaguez del brindis nupcial da testimonio de que lo hemos encontrado.

Sin embargo, los que brindan siguen teniendo la copa en sus manos después de brindar; los amantes, si no se separan antes, amanecen también el uno junto al otro experimentando el abismo que se tiende entre ellos a pesar de la cercanía física.

¿Qué significa esto? ¿Que el amor es falso? ¿Que no une y transforma a los amantes?

Nada de eso. El amor es la mayor fuerza unitiva y transformadora que existe. Pero no hay que confundir el amor con el eros. Entre el amor y el eros corre la misma relación que entre el todo y la parte. El eros es la dimensión afectiva del amor, su expresión más característica y por eso es tan fácil confundirla. Muchas historias de amor, muchas películas románticas se detienen a narrar o describir únicamente esta fase del enamoramiento. Allí está el brindis como aparente culminación del amor. Ambos amantes unen sus vidas para siempre y el vino que beben y las copas con las que brindan lo testimonia ante la sociedad.

El brindis es más bien el símbolo del compromiso, de la mutua entrega iniciada en la alianza conyugal. El amor es lo que hará posible que esa entrega se consuma en la entera existencia de los esposos y se proyecte hacia la vida eterna. Esta misión no podrá ser llevada a cabo únicamente con los afectos y sentimientos, con las ardientes llamas del eros. Le corresponde a la voluntad de los amantes mantener encendido el amor y será necesario saber que las llamas deberán convertirse en brasas que dan calor permanente.

Si antes del brindis nupcial los esposos podrían decirse "te amo porque te quiero", ahora en cambio deberían afirmar lo contrario: "Te quiero porque te amo". Ya no es el sentimiento lo que está en primer término. A partir de ahora me comprometo a quererte. Y te querré aunque no lo sienta. Puedo comprometerme a amarte así, para siempre. En cambio, no puedo garantizar que siempre te querré con amor de sentimiento.

El amor, como la vida de la persona, tiene su curso natural. Algunos querrían que el amor se detuviera en sus primeras fases, de la misma manera que algunos no se resisten a abandonar la adolescencia y primera juventud. El amor tiene que madurar.

¿Y es posible realizar este compromiso y llevarlo a la práctica durante toda la vida? Es muy posible que el amor de los que son víctimas de la confusión antes apuntada perezca en el camino. Quizá ni siquiera lleguen a realizar el brindis nupcial, porque ya esto supone una cierta comprensión de que el amor es compromiso. Pero no es un compromiso hecho de egoísmos compartidos, sino fundado en la entrega de la persona. Por eso también muchos que comienzan la vida esponsal con ilusión experimentan sin embargo la decepción y el fracaso.

Dos copas y un cáliz. Los esposos cristianos celebran su boda de una manera característica. El consentimiento es manifestado dentro de la celebración eucarística, en la que reciben la bendición nupcial y beben del cáliz que el sacerdote les ofrece. En ese momento, los esposos están estrechando la nueva Alianza que Jesucristo estableció en Jerusalén con su muerte en la Cruz y que anticipó sacramentalmente el Jueves Santo. Allí, al acabar la cena, tomó el cáliz, lo bendijo y lo dio a beber a los discípulos diciéndoles: "tomad y bebed todos de él, porque éste el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía".

Jesús no brindó con sus discípulos. No les dijo que levantaran las copas para luego abrirles el corazón mostrando sus deseos más íntimos. No. Jesús bendijo su cáliz y dio a beber del mismo a todos los comensales. De esta manera, dejaba claro que se trata de un pacto perfecto y definitivo, porque quien lo realiza es el mismo Hijo de Dios. Queda comprometida la fidelidad de Dios con la Humanidad. Por otra parte, es el Hijo del hombre quien lo realiza. Por eso, al darnos a beber del cáliz por el consagrado nos convertimos en hermanos consanguíneos de Cristo y experimentamos las bendiciones de la Alianza eterna.

Beber del mismo cáliz de Cristo no quita importancia al brindis de los esposos. Sólo entregándose el uno al otro en alianza irrevocable podrán participar en cuanto cónyuges -es decir, unidos en el sacramento- de las bendiciones de la Nueva Alianza. Adviértase que la unión de Cristo y la Iglesia, es decir, el cáliz que juntos bebemos con Cristo, está significada por la unión de los esposos en el brindis de sus copas. Por lo tanto, el cáliz de Cristo no quita importancia a las copas de los esposos, sino que le otorga a su brindis la plenitud de significado.

¿Es posible vivir las exigencias de la entrega durante toda la vida? Sí, es posible, pero también es extraordinariamente difícil si no existe una firme voluntad en los esposos y una ayuda constante por parte de la sociedad en la que viven. Por esta razón, a los esposos cristianos hay que recordarles que acudan con frecuencia a la fuente de la gracia, en la que podrán saciar su sed de amor y encontrarán la ayuda necesaria para renovar diariamente su entrega.

Los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía proporcionarán a los esposos cristianos toda la ayuda necesaria para recorrer juntos el camino iniciado con el brindis nupcial. La entrega de Cristo actuará en ellos, facilitando la fidelidad a la alianza conyugal.

Cuando el sacerdote levanta el cáliz ante los esposos y les dice "La sangre de Cristo", éstos lo reciben y exclaman "Amén", antes de beber de él. Conviene preparar a los esposos para que ese "Amén" tenga toda la fuerza de un juramento eterno en el que ambos unen su amor mutuo en el Amor infinito de Cristo por su Iglesia.

miércoles, 6 de octubre de 2010

La Primera Alianza y el sacrificio de la Cruz

El sacrificio de la Cruz no habría tenido sentido si el hombre no hubiera pecado. Pero eso no significa que la Cruz no estuviera contenida en la primera Alianza, como posibilidad implícita en la entrega de Dios. Esta entrega adquiere un mayor realismo y queda reforzada por el hecho de que Dios pudo prever la caída de nuestros primeros padres y aún así quiso estrechar ese pacto esponsal y familiar con la humanidad.

Cuando un hombre y una mujer unen sus vidas en matrimonio, lo que están haciendo es entregarse. No intercambian unos derechos entre sí ni se unen sólo durante el tiempo que les dure el amor. No hay un intercambio. Hay entrega de la persona. No saben (por lo general) qué es lo que va a suceder a partir de aquel momento, pero sí deben saber que las palabras pronunciadas suponen la aceptación de la persona del otro "en la salud y en la enfermedad, en la buena y en la mala suerte”.

Quizá no sabe el esposo que su mujer está ya incubando una enfermedad degenerativa que le irá arrebatando la vida poco a poco. Y el consentimiento matrimonial incluía sus cuidados, pacientes, incluso heroicos.

Así ocurrió con la Primera Alianza en la que el destino de la humanidad quedó ligado con el de su Creador. Todas las demás Alianzas que Dios fue estableciendo pacientemente con nosotros estaban en cierto modo contenidas implícitamente en la Primera de ellas. La Encarnación no era sólo un proyecto unilateral, sino un verdadero compromiso de Dios, que es Fiel. Los dones de Dios son irrevocables, enseña san Pablo.

¿Qué nos había dado Dios? Se había entregado a sí mismo. Es ésta la gran maravilla a la que los hombres no nos acostumbramos nunca y que incluso es abiertamente rechazada por muchos. La entrega de Dios, después de la caída de nuestros primeros padres, resulta todavía más increíble. Jesucristo es quien nos ha facilitado poder creer en el amor de Dios y en su entrega. La muerte de cruz no estaba prevista en la primera Alianza. ¿Cómo iba a serlo? Sin embargo, sí que puede decirse que estaba contenida en ella. Como le sucede al esposo que acompaña a su esposa en el lecho de enfermedad y esos cuidados le acarrean su propia muerte. Entregar la vida es precisamente incluir la propia muerte en la donación de sí mismo. Una entrega que no incluye la propia muerte (como posibilidad) no merece tal nombre. “No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, enseñó Jesús a sus discípulos.

Hemos tardado muchos siglos en descubrir que la muerte de Jesucristo en la Cruz nos está revelando algo que ya está contenido desde antes de la creación del mundo: su entrega como Esposo. Allí se ve hasta qué punto Dios nos ama. Ciertamente, no se hubiera producido la muerte del Hijo de Dios si no hubiese habido la caída de los primeros padres en aquel mundo paradisíaco que, destruyéndolo, precedió al nuestro. Pero en la entrega del Verbo estaba implícitamente contenida esa posibilidad. Entre otras cosas, la muerte es fruto del pecado y no creación de Dios. En la Primera Alianza no estaba contemplada la muerte de nadie, ni tampoco el pecado y el dolor. En consecuencia, probablemente sobraban los sacrificios.

Indicios de la Primera Alianza: la liturgia cósmica

El big bang es la teoría física acerca del inicio del universo que ha alcanzado mayor popularidad. Uno de los descubrimientos que parece corroborar esa teoría es el efectuado en 1965 por A. Penzias y R.Wilson consistente en haber detectado la existencia de una radiación cósmica de fondo, extendida por todo el Universo y cuyo origen se encontraría en dicha explosión primordial.

Esta teoría no es contraria a la fe cristiana. Sencillamente se mueve en el plano de la ciencia. Otra cosa es que para un profano en estas materias científicas, como es mi caso, la formulación de la teoría del Big Bang o del descubrimiento de la radiación cósmica de fondo constituyan auténticos misterios que acepto con un acto de fe humana. Ciertamente no se trata de misterios en sentido objetivo: misterio y ciencia experimental son conceptos que se excluyen. Hablo aquí en sentido impropio y subjetivo: por mucho que intenten explicarme este fenómeno ―y hay quien lo ha intentado varias veces― el tema de las radiaciones cósmicas me supera. No puedo llegar a entenderlo.

Supongo que un científico que ha dedicado años a la investigación relativa a la constitución del Universo podrá sentirse en una situación parecida a la mía, cuando yo trate de explicarle en qué consiste la liturgia cósmica. Es posible que se muestre interesado, si es cristiano o sencillamente tiene una mente abierta a las realidades no mensurables mediante instrumentos empíricos.

Tengo para mí que hay una cierta semejanza entre las radiaciones cósmicas de fondo y lo que Benedicto XVI, entre otros, denomina las liturgias cósmicas. La Teología nos enseña que en el centro de la realidad existe un acto creador de Dios ex nihilo (es decir, de la nada). El cosmos no es un universo que ha venido a la existencia por casualidad o producido por una divinidad juguetona o caprichosa. Todo ha sido creado por Dios para el hombre, que ocupa el centro del universo.

Y ese hombre que ocupa el centro del universo ―no entendido en sentido local, sino ontológico― cuando cobra conciencia de ello gracias a la fe religiosa, sabe descubrir en el cosmos algo así como una radiación de fondo que consiste en esa referencia de la criatura hacia el creador, es decir, siente de alguna manera el amor del Creador. Quizá no está tematizado racionalmente, como ocurre con el teólogo cristiano. Pero el hombre religioso advierte en la naturaleza signos o símbolos que le hablan del Creador y a través de ellos le rinde culto. No importa cuál sea el credo religioso que profese.


Más allá del inicio fáctico del universo material existe una Primera Alianza de Dios con los hombres, como hemos venido explicando en esta sección. Una Alianza que es el origen de todo lo creado. El mundo es el jardín en el que el Esposo ha querido vivir con su Esposa, la Humanidad. El hombre ha sido querido por sí mismo. Las cosas todas han sido creadas con un fin, para el servicio del hombre. El hombre da gloria a Dios trabajando el universo y convirtiéndolo en un cosmos habitable, es decir, humanizándolo, haciéndolo su casa.


¿Acaso no se pintó el Edén como un jardín en el que el Creador solía pasear junto con el hombre? (Cf Gn 3, 8). Cuando el hombre siente el mundo como un jardín no lo domina despóticamente, actuando de manera semejante a los niños caprichosos que rompen los juguetes. En su relación con la naturaleza el hombre religioso descubre un regalo, algo valioso que hay que cultivar y mejorar. Culto y cultivo son palabras que proceden de la misma raíz.


Pues bien, toda Alianza tiene su liturgia. El Antiguo Testamento contiene infinidad de leyes o preceptos cultuales, multitud de sacrificios con que los creyentes ofrecían a Dios el culto que le debían, por ser el Dios de la Alianza que había establecido con los Patriarcas. La Iglesia vive de la Eucaristía, que el principal signo de la Nueva y definitiva Alianza, memorial de la muerte de nuestro Salvador Jesucristo.


Si hablamos de una primera Alianza, establecida antes de la constitución del mundo, es lógico que debamos encontrar un culto, una liturgia, algo que testimonie la verdad de la afirmación. De manera parecida a como la constatación de las radiaciones cósmicas de fondo han supuesto un espaldarazo a la teoría del big bang, la primera Alianza está postulando la presencia de una liturgia cósmica de fondo, un culto del hombre que percibe en la naturaleza la mano amorosa de un Dios creador.